
He venido al mundo poseído por mi propio destino, uno que no es inmutable ni exclusivo. Mi filosofía ha sido impulsada desde el principio por la revelación de una deidad mayor, a la que profanamente llamamos Amor. Un amor que no es solo complacencia sino también causa de dolor. El dolor es el reconocimiento de la ausencia, y su origen es la soledad. A su vez, a través del dolor llega la voluntad de buscar esa unidad perdida a la que deseamos volver. Un viaje que apunta hacia la trascendencia, y no hacia la simple negación. En su movimiento trascendente, el ego deja de percibirse a sí mismo como un ser en sí mismo, para convertirse en un ser en el mundo. Sin embargo, este es solo el primer momento, la raíz de todos los complejos y sufrimientos. El ego debe des-identificarse de sus máscaras y continuar, junto con su daimon, el viaje a través del océano de imágenes simbólicas de la naturaleza que se expresa a través de él. ¿Y cuáles son los vehículos ideales para este viaje? Contemplación, diálogo auténtico y encarnación. Cuando contemplamos, la imagen aparece ante nosotros. Cuando entablamos un diálogo, la imagen revela su significado. Cuando encarnamos, la imagen se integra. Así es como la imagen se convierte en un mensaje para el mundo. Volver a empezar. En este proceso, las identidades dejan de ser exclusivas y se convierten poco a poco en unidades abiertas capaces de vincular todos los elementos del mundo. Es así como el ego debe enfrentar cada una de sus máscaras, hasta llegar a lo que quizás sea lo más aterrador: la Muerte. El héroe debe morir, es parte de su camino. Es en esta caída al inframundo, donde el héroe logra redimirse, reafirma su existencia divina y las puertas celestiales se abren de par en par. El ego ya no es ego, ya no es mundo, es amor puro, conexiones infinitas, una vida llena de sentido, una vida auténtica, una naturaleza eterna. ¡Somos la naturaleza!